martes, 23 de octubre de 2007

El camino de Peralta

Marisol abre su puesto cada mañana con el cargamento que trae de Peralta. Es la única que viene de fuera de Pamplona. José se ha quedado hoy en casa. La semana pasada tuvo un accidente con la camioneta en la que traen las verduras y se rompió dos costillas. Pero los clientes esperan.

Marisol lleva treinta años vendiendo su verdura y algunas frutas en el mercado de Santo Domingo. Cuando llego me saluda con un buenos dias que no he pedido, pero que resulta habitual entre los viandantes. Muchos se conocen, porque cada mañana van a comprar al mismo puesto. Me acerco, atraída por unas mandarinas con una pinta excelente. Me pueden las mandarinas. Y Marisol se queda con la copla de que llevo cámara en la mano. Ya conoce la situación, por eso es ella misma la que me invita a que haga unas pocas fotos a los tomates que le acaban de llegar. Hoy está sola; es lunes a la mañana y hay poca clientela, por eso aprovecha para limpiar el puesto y ordenar un poco. Algunas verduras, como las berzas, la coliflor o el cardo los trae de Peralta, en la furgoneta. Otros productos se los llevan de otros puntos de Navarra. Se esmera en mantenerlo todo bien puesto y con los precios al día. La primera venta de la mañana ha salido a perder. Los pimiento están hoy a 2,90, en lugar de a 1,90.

Doy un paseo por los puestos de alrededor, pero decido volver. Apenas hay gente. Marisol sonríe al verme pasar otra vez y me invita a entrar en el puesto. "Está patas arriba, perdona", me dice mientras separa unas cajas vacías de otras que aún están por vacíar. La verdad es que está todo bastante ordenado. Lucen los naranjas y rojos de los tomates y las naranjas al lado de tanto verde. Diviso a alguien de clase, cámara en mano. También se ha acercado al puesto de Marisol, pero lleva más prisa que yo y no se para. Marisol se me acerca, curiosa. Quiere ver la foto de los tomates. Aunque sabe que son trabajos de clase, me pregunta para qué son. Ella también tiene hijos estudiando y se interesa por lo que hacemos nosotros. Está orgullosa de los suyos, aunque estén lejos. Sabe que el esfuerzo de mantener el puesto se compensa con las notas que está sacando su hija, que ahora estudia en Gerona. Sin embargo, la cara de Marisol muestra preocupación. Cada vez son más las grandes superfícies que consiguen atraer a la gente. Cada vez más, los mercados de barrio, por darles un nombre, se quedan vacíos. Hoy sólo ha habido dos ventas y son las 11 de la mañana.

Marisol sabe que ganarse la vida en el mercado de Santo Domingo no es cosa fácil. Pero el día a día pasa mejor con amigas que le traen un café a media mañana. Tengo mis 36 fotos y le digo a Marisol que me tengo que ir. Me devuelve el bolso, la carpeta y mis mandarinas, que ella misma había guardado al lado de la caja mientras yo hacía las fotos. Dice que le ha gustado mi visita. Y a mi sus mandarinas. En cuanto tenga tiempo, volveré, pero sin mi cámara.








lunes, 15 de octubre de 2007

Momentos perdidos

Exactamente fueron 1012. Durante la mañana, en casa; observando cómo el Sol hacía su aparición mientras mi compañera de piso tomaba unos cereales con leche sentada en el sofá. Otra de mis compañeras aparecía por la puerta de la cocina, con el pelo revuelto y el pijama de flores azules. Mientras, las gotas de la niebla que tocaba la barandilla de la terraza, se deshacían como lágrimas tempranas. Una composición de ventanas abiertas y cerradas. Rayos de sol entrando por las rendijas de las persianas. Un plato, una cuchara y una taza en el fregadero. Termina la primera parte de la mañana. Salimos fuera, el humo del tubo de escape de un coche qua está intentando arrancar tras una noche fría a la intemperie. Los colores verdes, grises y rosas en el campus de la universidad, con los árboles inmensos de Belagua que aparecen como fantasmas entre la niebla. Un gusano cruzado en mitad del cemento gris. Hay un pájaro negro y blanco picoteando debajo de un pino detrás del edificio de comunicación. Las luces de la villavesa entrando en el puente de la calle Esquiroz. El agua de la fuente de Merindades atravesada por el sol, y ocultando una cortina de colores de flores y plantas. Una niña llorando en Carlos III, sentada en un banco. Tres mujeres mayores paseando al lado del quiosco de la plaza del Castillo. Unos extranjeros ojeando un mapa, con la catedral detrás. El portón trasero de la catedral. Y sus escalones. Unas macetas de jeranios tocadas por el sol debajo de una ventana, mientras la cañería que las sujeta se oculta tras la sombra. El blanco de la pared y el negro de las vigas en el puente del mesón del Caballo Blanco. Unos novios se ríen bajo el puente mientras un fotógrafo intenta pillar el momento adecuado. San Cristobal bañado en luz. Y las inumerables grúas que pintan los barrios de Pamplona. La textura arenosa de las piedra de la muralla. Pequeñas hierbas que se abren paso entre las tapias. Un árbol con historia, nudoso, rugoso, de cuento de hadas. Escaparates de nuevo en carlos III. Un pijama rojo y negro que parece un vestido con un velo. Una abuela que bosteza en un semáforo. Trabajadores fumando en la puerta del Corte Inglés. Escaleras que llevan abajo, con una luz verde y amarilla reflejada en la barandilla. El plástico transparente del neceser de trabajo. Eduardo mirando a cámara a diez centímetros de mí. Javi mirando a cámara, a diez metros de nosotros. Las teclas del terminal, sucias y negras. Una señora vestida de negro y collar de oro, observándose a sí misma en un televisor sin encender. Una familia de niñas con coletas, medias de lana y vestidos de pana. Sólo el niño llevaba mocasines y pantalones hasta la rodilla. Una mirada entre la gente del rubio de la planta, con la cabeza gacha y los ojos saltones, verdes de mar. El reloj del ordenador, marcando las diez de la noche. Un solitario en un banco en Sarasate, leyendo un libro. El reflejo del conductor de la villavesa en el espejo retrovisor. Una pareja besándose delante del Gallipot y unos chicos que andan por debajo del Pasaje de la Luna, hacia la luna. La humedad en la hierba de isleta de delante de casa. El reflejo de las farolas en la chapa de un coche gris. Mi ojo reflejado en el espejo del ascensor bajo la luz ténue de una bombilla. Los colores morados y negros de la colcha de mi cama. La luz de la luna matizada por la cortina de mi ventana.

miércoles, 10 de octubre de 2007

Día de reyes

Lo cierto es que tengo muy pocos juguetes en Pamplona. Todos mis recuerdos de infancia están esparcidos por mi habitación, y aquí sólo tengo unos pocos regalos y algún peluche. Pero los suficientes como para montar una historia.
El día 6 de enero es un día especial para mucho niños. Y para mí también. El hecho de tener primos pequeños da una dimensión totalmente distinta al día de reyes. Es una noche de no dormir, de quedarse en el sofál, delante del zapato con el plato de leche y las galletas al lado. El sueño se apodera de los mayores mientras nosotros, los niños, nos quedamos mirando al cielo en busca de alguna estrella mágica que nos baje nuestros sueños. Pero el sueño empieza mucho antes.

Empieza cuando recuerdas los ratos sentada delante de la casita de muñecas, con una cinta de fondo que no correspone a la tierna edad y que ni siquiera entiendes. Pero que te agrada esuchar.
Empieza cuando suena esa timbre ya gastado por los años del triciclo que se quedaba en casa de la abuela, en el garaje, esperando a que alguien lo sacara a la calle a dar un paseo.
Empieza cuando en el fondo de un baúl de metal encuentras una pegatina de esas que eran intercambiables, con imágenes de películas de dibujos animados, héroes de antaño.
Empieza cuando tarareas una canción en un anuncio de juguetes, melodías que quedaron en la mente sin ocupar espacio mas que en el corazón.
Empieza cuando toca montar un barco de plástico repleto de piezas pequeñas, de esas que las cajas advierten que son peligrosas para los menores de tres años.
Empieza cuando te paras frente a un escaparate a admirar las torres de muñecos, cada uno mirando directamente a esa niña que está a tu lado y que no es capaz ni de pestañear frente a tal espectáculo.
Empieza cuando de pronto te das cuenta que en un centro comercial, en mitad de un gran barullo, hay un niño sentado en el suelo, mirando fijamente una pantalla en la que ponen una película de las de Disney (pero no de las de ahora, sino de las de antes).
Empieza cuando el primo más pequeño llama el día de reyes para contar que se ha caído del patinete que le han echado los reyes magos, describiendo todas y cada una de las volteretas que ha dado y las heridas que eso ha causado, como si fueran heridas de guerra y hubiera vivido la mayor aventura de su vida.
Empieza cuando me doy cuenta de que aún sin ser ya una niña, me gusta sentirme como tal. Y jugar al escondite o creerme una princesa frente al espejo cuando nadie mira.







martes, 2 de octubre de 2007

Un adiós







El sol engañaba aquella mañana de enero, pues el frío era si cabe más intenso que la noche anterior. Se levantaron animadas por la breve excursión en solitario que por fin tendría lugar. Al fin y al cabo, ya tenían cinco años. Se vistieron rápidamente y desayunaron con los mayores en la mesa del salón, entre las pastas y el café que aún tenían prohibido tomar. Agarraron sus bufandas y unos guantes diminutos, mientras mamá y la abuela les ataban fuerte los abrigos. Había que evitar un resfriado. A las diez en punto sonó el teléfono. Se reclamba su presencia, habían nacido ya los gatitos en casa de la abuela Upe. Emocionadas, corrieron a la puerta, que se abrió de golpe con una ráfaga de aire helado y la presencia del abuelo, periódico en mano. Era un hombre bonachón, de cara roja y voz fuerte; y al ver a sus nietas no puedo mas que esconder rápidamente un par de monedas en los abrigos de las niñas, que rieron por lo bajo para no desvelar la travesura.



La abuela Upe estaba sentada en su butaca preferida, al lado de la ventana desde la que podía escrutar el estrecho camino que llegaba hasta la casa de su hija, desde donde vería llegar a sus dos bisnietas. Era un camino flanqueado por densos setos y altos llorones. Y al final del camino, justo en la entrada del patio, había plantado un pino viejo.


Llevaba allí tanto tiempo que nadie recordaba ya cuánto. Las raíces cruzaban el estrecho camino de tierra y se adentraban en los terrenos de un antiguo colegio, ya abandonado. Entre las ramas más altas podían encontrarse centenares de pequeños pájaros saltarines que volaban y mecían las hojas cuando el viento faltaba. Incluso en los días de lluvia, encontraban agujeros escondidos en el tronco donde refugiarse. Pero nadie le prestaba ya atención. Se había convertido en un elemento más, guardián de la casa de la anciana.

Las niñas llegaron abrigadas hasta las orejas y cogidas de la mano. El camino, aunque poco transitado, era excitante. Desde los escondrijos en el seto que daban a las huertas hasta el perro lobo del vecino de la abuela Upe. Todo era enormemente emocionante para dos crías de su edad.
A pesar del frío, la abuela Upe mantenía la puerta abierta. Esperaba sentada, observando cómo sus pequeños gatitos procuraban no separarse de su madre. Al oír los correteos de sus dos bisnietas en la entrada se sonrió. Las esperaba impaciente pues, sabía, que no tardaría mucho en decirles adiós.