viernes, 23 de noviembre de 2007

Rincones de Pamplona









Llegué a Pamplona a eso de las cuatro de la tarde. Para ser verano, la temperatura no era nada agardable, y había en el ambiente una sensación de pesadez que anunciaba tormenta. El aeropuerto estaba prácticamente vacío. Mi abuelo esperaba delante de la salida de la recogida de equipajes, y nada más verme me saludó con la mano efusivamente. No tenía muchas ganas de devolverle el saludo. Cogí la maleta, que pesaba como un muerto, y me dirigí a la salida. El camino a casa no fue muy interesante; llamadas a casa, comprobación de que tenía los tiquets de la maleta y el resguardo del billete, la cartera, las llaves y una chocolatina, que era todo lo que me quedaba de la tarde en Barcelona. Allí había dejado más que unas pocas horas. No era la primera vez que salía de casa, pero si la primera que dejaba a gente querida lejos de mí con la certeza de que pasaría mucho tiempo antes de volver a verla.
Como si nunca hubiera visto antes esos lugares, quise fijar en mi mente la redacción del Diario de Navarra y el cartel de la fábrica de El Pamplonica, un letrero que desde pequeña habia llamado mi atención. La estación de autobuses y Carlos III seguían en obras. Intenté recordar el trayecto de la villavesa que mi padre me había enseñado para bajar a la facultad. Empezó a llover. Llegamos a casa de mi tía justo en el momento en que empezaba a diluviar, y mi abuelo y yo tuvimos que correr con la maleta para no mojarnos. Aun así, entramos empapados en el recibidor. Mi primo me recibió con un efusivo abrazo al ver mi cara de desolación. Me sentía sola, frustrada y traicionada. Todos mis amigos estaban en Barcelona estudiando. Y yo, en Pamplona.

Ahora que me tengo que ir, dejo atrás tantas cosas buenas y malas que la indiferencia es imposible. No es el mismo sentimiento de tristeza que al principio, aunque esté triste. Dejo muchos ratos llorando, por estar sola, por no comprender al mundo, por madurar. Pero también dejo a personas muy especiales, que me han enseñado que en cualquier lugar, incluso en el lugar en que yo creía que jamás podría encontrar a nadie tan especial como los que había dejado, consiguen sacarme una sonrisa, incluso una sonora carcajada, sólo con mirarme. Algunos dicen que Pamplona es un lugar de paso. Pero para mí ha sido un segundo hogar. Y ahora que toca volver a casa, lo echaré de menos.

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