martes, 27 de noviembre de 2007

Reflejos




Las ventanas estaban cerradas y los postigos echados. El viento soplaba violentamente y llegaba del norte, frío e implacable. Me acerqué a la entrada, flanqueada por dos grandes columnas que sujetaban unas enormes puertas de hierro. Abrí la de la derecha, que cedió pesadamente, como si no quisiera permitirme el paso. Unas hojas amarillentas se levantaron con el aire al cerrar la verja. Sólo se oía el silbido del aire, colándose por todas las rendijas de las paredes mugrientas. Nadie salió a recibirme. Avancé por el camino pedregoso hasta la puerta principal. Estaba entreabierta. Justo en el momento en que tomé el pomo dorado, las ramas de un árbol cercano se movieron en el suelo. Levanté la vista y allí estaba. Un árbol negro, con largas y finas ramas, que se mecía en contra de la tramontana.





La modelo llevas unas gafas de concha redondeada con leves toques dorados sobre fondo marrón. Como no podía ser de otro modo, son unas Dior.





Nos han comunicado que vive en el blacón del cuarto. La misión que debéis llevar a cabo es sencilla. Las escaleras de emergencia del patio trasero dan directamente a la ventana del piso cuarto, pero no el que nosotros buscamos, sino el de enfrente. Deberéis subir por esas escaleras. A la derecha encontraréis una puerta roja. Estará cerrada con un sistema de seguridad que se desactivará sólo durante cinco segundos, los que deberéis aprovechar para entrar con el máximo sigilo. Recordad que nadie debe sospechar. Esa puerta da a unas escaleras que bajan en espiral hacia el rellano del tercero piso. No toméis el ascensor. Vuestra ruta serán las escaleras que quedan detrás de la puerta de emergencia del rellano, justo bajando las de caracol a la izquierda. Subiréis un piso. Allí, un pasillo oscuro os llevará hasta la puerta del objetivo. La luz de emergencia os guiará. En cuanto oigáis el grito de "sorpresa", se os abrirá la puerta y podréis entrar con el regalo.





Lleva media hora esperando. No me extraña que esté helada hasta los huesos. Ha llamado un par de veces al chico ese, no he oído muy bien el nombre. Parece que es algo importante. Una noticia de que algo le pasa. O quizás es que se marcha a algún lugar lejano. No parece que sea una buena noticia, de todas formas. Ahí llega el muchacho. Se le acerca corriendo. Lleva un objeto en la mano. Una bufanda. Ya era hora.





Es el coche nuevo. Cómo brilla la chapa! En cuanto lo ponga en marcha ya verás cómo suena. Es estupendo. Y corre! No te imaginas. Es nuevo. Ahora, sólo me falta el carné.





Está entrando en la cocina, con mucho sigilo. Abre el cajón de los cuchillos y coge el más grande que encuentra. Está afilado y resplandece a la luz del fuego. Pasa el dedo por la hoja, como comprobando si está afilado. Se sienta en una silla y deja el cuchillo delante, sobre un trapo. De pronto, saca un bolso de debajo el abrigo y busca con avidez. Una sonrisa asoma en la comisura de los labios en cuanto encuentra el objeto deseado. Coge el cuchillo por el mango y lo alza a la altura de los ojos. Y aplica con mucho cuidado el carmín.

viernes, 23 de noviembre de 2007

Rincones de Pamplona









Llegué a Pamplona a eso de las cuatro de la tarde. Para ser verano, la temperatura no era nada agardable, y había en el ambiente una sensación de pesadez que anunciaba tormenta. El aeropuerto estaba prácticamente vacío. Mi abuelo esperaba delante de la salida de la recogida de equipajes, y nada más verme me saludó con la mano efusivamente. No tenía muchas ganas de devolverle el saludo. Cogí la maleta, que pesaba como un muerto, y me dirigí a la salida. El camino a casa no fue muy interesante; llamadas a casa, comprobación de que tenía los tiquets de la maleta y el resguardo del billete, la cartera, las llaves y una chocolatina, que era todo lo que me quedaba de la tarde en Barcelona. Allí había dejado más que unas pocas horas. No era la primera vez que salía de casa, pero si la primera que dejaba a gente querida lejos de mí con la certeza de que pasaría mucho tiempo antes de volver a verla.
Como si nunca hubiera visto antes esos lugares, quise fijar en mi mente la redacción del Diario de Navarra y el cartel de la fábrica de El Pamplonica, un letrero que desde pequeña habia llamado mi atención. La estación de autobuses y Carlos III seguían en obras. Intenté recordar el trayecto de la villavesa que mi padre me había enseñado para bajar a la facultad. Empezó a llover. Llegamos a casa de mi tía justo en el momento en que empezaba a diluviar, y mi abuelo y yo tuvimos que correr con la maleta para no mojarnos. Aun así, entramos empapados en el recibidor. Mi primo me recibió con un efusivo abrazo al ver mi cara de desolación. Me sentía sola, frustrada y traicionada. Todos mis amigos estaban en Barcelona estudiando. Y yo, en Pamplona.

Ahora que me tengo que ir, dejo atrás tantas cosas buenas y malas que la indiferencia es imposible. No es el mismo sentimiento de tristeza que al principio, aunque esté triste. Dejo muchos ratos llorando, por estar sola, por no comprender al mundo, por madurar. Pero también dejo a personas muy especiales, que me han enseñado que en cualquier lugar, incluso en el lugar en que yo creía que jamás podría encontrar a nadie tan especial como los que había dejado, consiguen sacarme una sonrisa, incluso una sonora carcajada, sólo con mirarme. Algunos dicen que Pamplona es un lugar de paso. Pero para mí ha sido un segundo hogar. Y ahora que toca volver a casa, lo echaré de menos.

martes, 6 de noviembre de 2007

El 10 de junio de 1973 se celebró en Oiartzun (Guipúzcoa) un homenaje a un bertsolari. A este acto fue invitado Xalbador, el pastor de Urepel (Baja Navarra). Cuando le tocó su turno, se acercó con solemnidad al micrófono. Su figura mostraba a un hombre sereno y rebosante de confianza. Don Juan Mari Lekuona fue el encargado de comunicarle el tema sobre el que debía cantar de un modo improvisado: “Xalbador, éste es tu tema, las manos de la abuela, “amatxiren eskuak”. Tras unos segundos de concentración empezó a cantar con una melodía suave y nostálgica:

Aizu, amona, aspaldian zu etorri zinen mundura,
ta zure baitan ibili duzu zonbait-zonbait arrangura;
nik ikustean begi xorrotxez zuk duzun esku zimurra,
laster mundutik joanen zarela etorzen zeraut beldurra.

Escucha abuela,
hace ya mucho tiempo que viniste al mundo,
y en tu interior has pasado muchas preocupaciones.
Al contemplar con mi fina mirada esas queridas manos arrugadas,
me viene un temor de que pronto tendrás que dejar este mundo.

Los oyentes no esperaban esta salida. Mirando a Xalbador podrían asegurar que no es un ejercicio de erudición y rima el de éste buen pastor. En su cara parecía vislumbrarse una añoranza de esa “amatxi”. Xalbador, sin cambiar el gesto grave y profundo de su rostro, canta su segundo bertso:

Beste amatxi asko ikusi izan ditut han-hemenka,
Jainkoa, otoi, ez dadiela gaukoan eni mendeka:
zure eskuak ez bitza, otoi, behin betiko esteka,
semeatxiak hain maite baitu esku horien pereka.

He visto en todo el mundo a otras muchas “amatxis”,
Señor, por favor, que me perdonen hoy lo que digo,
que tus manos, “amatxi” mía, no se agarroten nunca,
pues éste tu nieto tanto ama las caricias de esas manos arrugadas.

Cuando los oyentes todavía no se habían repuesto de la emoción, Xalbador lanzó al aire su tercer bertso:

Ene amatxik mundu guzian ba ote zuen berdinik?
Dudatzen nago hardu dukeen nehoiz atseginik;
orai eskuak ximurtu zaizko zainak hor dazura urdinik,
eta ez dago arritzekoa horrenbeste lan eginik.

Mi “amatxi” en todo el mundo ¿acaso tendría una igual?
estoy dudando de que alguna vez hubiese tomado un descanso,
ahora se le han envejecido las manos,
y sus venas azules las tiene ahí a la vista,
no es de extrañar... ¡tanta labor han hecho!

Xalbador con esa mirada suya perdida en el horizonte está viendo a su abuela trabajando, hilando la lana, cuidando la olla en el fuego, meciendo la cuna de su nieto, desgranando las mazorcas de maíz o las cuentas del rosario. Una abuela, con unas manos arrugadas, que fue la memoria de esa comunidad familiar.


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