domingo, 6 de enero de 2008

David contra Goliat


El fotógrafo Oded Balilty nació en Jerusalén, el año 1979, donde reside actualmente. Aprendió las nociones básicas del fotoperiodismo trabajando para la revista de la Defensa Israelí. Después de completar el servicio militar, trabajó como fotógrafo para la agencia ZOOM 77 y en el diario Yedioth Ahranot. En 2002 la Associated Press lo fichó para su personal de foto en Jerusalén.
Además de conflictos israelíes-palestinos, Balilty ha cubierto las elecciones 2004 en Ucrania y la manifestación consecuente, el 20 aniversario del accidente nuclear en Chernóbil, y la guerra entre Israel y Hezbollah en 2006.

Después de 10 años de tomar fotos en Israel, la foto que tomo en Amona le ha merecido casi todos los premios de fotografía, incluyendo el concurso del World Press Photo y el premio de Sigma Chi de la Sociedad de Periodistas Profesionales. Balilty recuerda el día que tomó la foto. "Estábamos allí durante 30 horas seguidas y pasamos la noche anterior en el lugar. El día anterior, habíamos tomado fotos de las preparaciones. Sabíamos que iba a ser una evacuación violenta y una verdadera lucha y que la furia de los asentamientos, que habían mantenido bajo control durante la etapa previa, iba a salir en grande."

La foto en cuestión nos muestra a una colona judía luchando en solitario contra las fuerzas de seguridad israelíes durante el desalojo del asentamiento de Amona en Cisjordania.
Desde el punto de vista técnico y estético podemos decir que es una foto casi perfecta. La utilización de varias de las reglas de la composición dan a la imagen un dinamismo que se complementa con la expresión de la chica. En primer lugar, tenemos una diagonal que corta la foto, que además de dirigirnos la mirada hacia el punto de interés, corta la foto añadiendo profundidad. En segundo lugar, la regla de los tercios nos deja el equilibrio del horizonte, que queda hacia el tercio superior de la foto, y coloca a la chica en la esquina inferior derecha. También hay que destacar la gran profundidad de campo de la foto, con lo que podemos apreciar perfectamente los detalles más alejados, como es la última fila de guardias y las columnas de humo, que dotan de dramatismo a la escena.

Desde el punto de vista de la ética y el periodismo, esta foto ha suscitado diferentes reacciones. Unos dicen que el hecho de mostrar a una mujer enfrentándose a toda una tropa de soldados israelíes es mostrar tendencia de cierto partidismo. Por no hablar de la discusión de si es justo o no el gesto de las fuerzas de seguridad, dejando en ridículo la acción de una sola mujer.
En realidad, no me parece que el partidismo esté implícito en esta fotografía. Balilty sabía que esta foto traería controversias y discusiones, pero su visión radica en que captó un gesto más humano que político. En realidad, podría darnos igual si esta foto hubiera sido tomada en cualquier otro conflicto del mundo. Al fin y al cabo, todos tienen dos bandos enfrentados. La peculiaridad de esta foto es que aquí vemos, aparte de lo bandos, un gesto humano de sacrificio y desesperación individua frente a una masa implacable cumpliendo una orden. No son los uniformes lo que nos importan, sino el gesto de la mujer judía, una expresión que nos enseña claramente cuál es el grado de desesperación a la que llega por no querer abandonar esas tierras. Es la captación por parte del fotógrafo de un momento único, algo así como el instante preciso de las fotografías de Cartier-Bresson, sólo que en momentos de conflicto. Es básicamente la plasmación de un sentimiento a través de una expresión en una imagen.
En una entrevista concedida a la BBC, Oded Balilty decía “…la cúspide de mi carrera será cuando tenga algún día una foto que cambie algo”.
Esa meta de cambiar las cosas es lo que mueve a todo periodista que haya cubierto un conflicto desde primera línea. En el caso de Balilty, las imágenes que nos muestra suelen estar llenas de lirismo, con composiciones casi estudiadas que dotan de gran belleza a paisajes desolados por la guerra. Es quizás esta una de las mayores características de su obra, así como la de que no tiende a mostrar imágenes de sangre, desgraciadamente las más fáciles de tomar en los lugares en los que ha trabajado.
Esto es lo que más me ha llamado la atención de las fotos de Balilty, teniendo en cuenta la forma en que la mayoría de profesionales de hoy en día “llaman la atención”. Nos demuestra así que también un fotoperiodista es capaz de llamar la atención con una foto en la que no se muestran cuerpos mutilados. Con sangre sólo se enseña el horror; con fotografías como la de la judía contra las tropas israelíes (comparad en algunos medios con la escena de David contra Goliat), Balilty nos enseña que el poder del significado es también muy grande.

Porque los hay que si sabemos pensar

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Autor: Jaime Nubiola
Profesor de Filosofía
Universidad de Navarra

Fecha: 20 de noviembre de 2007

Publicado en: La Gaceta de los Negocios (Madrid)


La impresión prácticamente unánime de quienes convivimos a diario con jóvenes es que, en su mayor parte, han renunciado a pensar por su cuenta y riesgo. Por este motivo aspiro a que mis clases sean una invitación a pensar, aunque no siempre lo consiga. En este sentido, adopté hace algunos años como lema de mis cursos unas palabras de Ludwig Wittgenstein en el prólogo de sus Philosophical Investigations en las que afirmaba que "no querría con mi libro ahorrarles a otros el pensar, sino, si fuera posible, estimularles a tener pensamientos propios".

Con toda seguridad este es el permanente ideal de todos los que nos dedicamos a la enseñanza, al menos en los niveles superiores. Sin embargo, la experiencia habitual nos muestra que la mayor parte de los jóvenes no desea tener pensamientos propios, porque están persuadidos de que eso genera problemas. "Quien piensa se raya" -dicen en su jerga-, o al menos corre el peligro de rayarse y, por consiguiente, de distanciarse de los demás. Muchos recuerdan incluso que en las ocasiones en que se propusieron pensar experimentaron el sufrimiento o la soledad y están ahora escarmentados. No merece la pena pensar -vienen a decir- si requiere tanto esfuerzo, causa angustia y, a fin de cuentas, separa de los demás. Más vale vivir al día, divertirse lo que uno pueda y ya está.

En consonancia con esta actitud, el estilo de vida juvenil es notoriamente superficial y efímero; es enemigo de todo compromiso. Los jóvenes no quieren pensar porque el pensamiento -por ejemplo, sobre las graves injusticias que atraviesan nuestra cultura- exige siempre una respuesta personal, un compromiso que sólo en contadas ocasiones están dispuestos a asumir. No queda ya ni rastro de aquellos ingenuos ideales de la revolución sesentayochista de sus padres y de los mayores de cincuenta años. "Ni quiero una chaqueta para toda la vida -escribía una valiosa estudiante de Comunicación en su blog- ni quiero un mueble para toda la vida, ni nada para toda la vida. Ahora mismo decir toda la vida me parece decir demasiado. Si esto sólo me pasa a mí, el problema es mío. Pero si este es un sentimiento generalizado tenemos un nuevo problema en la sociedad que se refleja en cada una de nuestras acciones. No queremos compromiso con absolutamente nada. Consumimos relaciones de calada en calada, decimos "te quiero" demasiado rápido: la primera discusión y enseguida la relación ha terminado. Nos da miedo comprometernos, nos da miedo la responsabilidad de tener que cuidar a alguien de por vida, por no hablar de querer para toda la vida".

El temor al compromiso de toda una generación que se refugia en la superficialidad, me parece algo tremendamente peligroso. No puede menos que venir a la memoria el lúcido análisis de Hannah Arendt sobre el mal. En una carta de marzo de 1952 a su maestro Karl Jaspers escribía que "el mal radical tiene que ver de alguna manera con el hacer que los seres humanos sean superfluos en cuanto seres humanos". Esto sucede -explicaba Arendt- cuando queda eliminada toda espontaneidad, cuando los individuos concretos y su capacidad creativa de pensar resultan superfluos. Superficialidad y superfluidad -añado yo- vienen a ser en última instancia lo mismo: quienes desean vivir sólo superficialmente acaban llevando una vida del todo superflua, una vida que está de más y que, por eso mismo, resulta a la larga nociva, insatisfactoria e inhumana.

De hecho, puede decirse sin cargar para nada las tintas que la mayoría de los universitarios de hoy en día se consideran realmente superfluos tanto en el ámbito intelectual como en un nivel más personal. No piensan que su papel trascienda mucho más allá de lograr unos grados académicos para perpetuar quizás el estatus social de sus progenitores. No les interesa la política, ni leen los periódicos salvo las crónicas deportivas, los anuncios de espectáculos y algunos cotilleos. Pensar es peligroso, dicen, y se conforman con divertirse. Comprometerse es arriesgado y se conforman en lo afectivo con las relaciones líquidas de las que con tanto éxito ha escrito Zygmunt Bauman.

Resulta muy peligroso -para cada uno y para la sociedad en general- que la gente joven en su conjunto haya renunciado puerilmente a pensar. El que toda una generación no tenga apenas interés alguno en las cuestiones centrales del bien común, de la justicia, de la paz social, es muy alarmante. No pensar es realmente peligroso, porque al final son las modas y las corrientes de opinión difundidas por los medios de comunicación las que acaban moldeando el estilo de vida de toda una generación hasta sus menores entresijos. Sabemos bien que si la libertad no se ejerce día a día, el camino del pensamiento acaba siendo invadido por la selva, la sinrazón de los poderosos y las tendencias dominantes en boga.

Pero, ¿qué puede hacerse? Los profesores sabemos bien que no puede obligarse a nadie a pensar, que nada ni nadie puede sustituir esa íntima actividad del espíritu humano que tiene tanto de aventura personal. Lo que sí podemos hacer siempre es empeñarnos en dar ejemplo, en estimular a nuestros alumnos -como aspiraba Wittgenstein- a tener pensamientos propios. Podremos hacerlo a menudo a través de nuestra escucha paciente y, en algunos casos, invitándoles a escribir. No se trata de malgastar nuestra enseñanza lamentándonos de la situación de la juventud actual, sino que más bien hay que hacerse joven para llegar a comprenderles y poder establecer así un puente afectivo que les estimule a pensar.